En el marco del Día Internacional de los Pueblos Indígenas, que celebramos este sábado 9 de agosto, compartimos un testimonio que nos invita a detenernos y mirar con otros ojos. Es la voz de una misionera de la Compañía Misionera del Sagrado Corazón, compañera de nuestras hermanas en el equipo de Pastoral Indígena del Vicariato Apostólico de Pucallpa, quien nos abre una ventana a la vida del pueblo Shipibo-Konibo.
Su congregación lleva más de cuarenta años inmersa en el mundo indígena. Nosotras hemos entrado en esta misión de dos formas: desde hace dieciséis años, a través de la presencia educativa en algunas comunidades shipibas, y también acompañando aspectos de la pastoral. Este testimonio nos acerca a una experiencia profunda, donde la convivencia se vuelve aprendizaje, y la diferencia cultural, un espejo que nos cuestiona y nos transforma.
Hablar del pueblo Shipibo-Konibo desde mi experiencia personal, me ha llevado a mirarme a mí misma y a mirar a este pueblo. Este contacto me ha llevado a interrogarme muchos de mis planteamientos, por ejemplo, dejar de lado todo lo que es una cultura occidental, dejar mi manera de pensar y empezar a vivir en medio de un grupo humano totalmente diferente.
Me llamo Conchi y pertenezco a la Congregación Religiosa Compañía Misionera del Sagrado Corazón, una congregación que nació en Tarancón, un pueblito de la provincia de Cuenca, en España. Nuestro carisma es específicamente misionero, Ad Gentes: salir de nuestros lugares de origen para ir a los lugares más pobres y alejados de los países del Sur, allí donde actualmente tenemos nuestras comunidades.
Me integré a la comunidad nativa de Caco-Macaya en el año 1997, una comunidad indígena del grupo étnico Shipibo-Konibo, en el departamento de Ucayali, Perú, aproximadamente a 280 km de Pucallpa, la capital del departamento, navegando río arriba durante más de 18 horas. Esta comunidad fue fundada en 1977. Las hermanas que vinieron por primera vez a vivir aquí formaban equipo con un sacerdote canadiense y tres Hermanos de la Caridad, también canadienses. Posteriormente, al salir los primeros, se unieron al grupo los padres Javerianos de Yarumal, colombianos.
El primer contacto con este pueblo shipibo me hizo ver que era un pueblo que giraba en torno a lo comunitario —la comunalidad como forma de vida, aunque al principio no era así—. Realizaban reuniones en el local comunal que duraban horas (nosotras también participábamos, por ser consideradas comuneras), pero tenían todo el tiempo necesario para tratar los temas que tuvieran que tratar. Eran muy democráticos: cualquiera podía participar y expresar su idea u opinión. Otro aspecto que me impactó fue su relación con el tiempo: no tenían prisas y hablaban calmadamente. Todos podían opinar y a todos se les daba la palabra. Al hablar, decían lo que pensaban y podían extenderse largo rato; en su discurso incluían anécdotas, chistes, etc.
Otro aspecto relevante eran los trabajos comunitarios: limpieza de las calles, linderos de la comunidad, caminos de la chacra, puertos, etc. Estos eran trabajos que realizaba todo el pueblo, hombres y mujeres. Realizaban también “mingas”: trabajos en los que una familia invitaba a gente del pueblo para ayudarles a abrir una chacra, construir una casa o una cocina, o realizar cualquier labor que necesitaran.
En lo comunitario ponían énfasis en cuidar del bosque, porque de ahí sacaban sus árboles para la construcción de la casa, el “emponado” (suelo de la casa, que se hace con un tipo de palma) o su cocina, para hacer su canoa y los útiles para la cocina u otros trabajos. Todos los trabajos los hacían a mano. En el monte (que así le llaman cuando se internan en la selva) cazaban y conseguían sus alimentos, iban a las “cochas” (lagunas) para conseguir su pescado. En la selva encontraban también sus plantas medicinales para sanarse y las semillas para hacer sus objetos, para sus adornos, tintes o materiales para hacer las tinajas y cuencos para la comida, sus vestimentas; todo, todo lo sacaban del monte, donde encontraban lo que necesitaban para vivir. Fue cuando descubrí la estrecha relación del hombre con su territorio; ¡eran uno con todo, ¡cuánto aprendizaje y cuánta sabiduría en la manera de relacionarse con la naturaleza! Una relación de cuidado mutuo, sabiduría adquirida a través de la observación.
Con el pasar del tiempo fui descubriendo muchos otros valores, como el compartir. Nunca comían solos. También compartían los productos que traían de la chacra: plátano, yuca, otras especies de tubérculos, frutos del monte y la pesca —que entonces era abundante—. Compartían todo lo que tenían, y la costumbre era devolverles algo de lo que uno poseyera. En esto consistía la reciprocidad, otro de los valores de este grupo.
Es un pueblo acogedor y atento, que enseguida establece relación con las personas; alegre y abierto, no conflictivo. También es un pueblo trabajador, aunque con otra manera de entender el trabajo. Yo diría que ellos se humanizan trabajando. Trabajan para vivir y para vivir lo más intensamente posible. El trabajo se asemeja más a una fiesta: mientras trabajan toman masato (bebida hecha de yuca fermentada) y están alegres. Construyen sus propias casas, hacen sus “chacras” (terrenos de cultivo) de yuca, maíz o plátano; dedican mucho tiempo a la caza, pero sobre todo a la pesca. Fabrican sus propias canoas, remos y utensilios. Hombres y mujeres participan en todo, pero las mujeres, además de sus chacras, se ocupan principalmente de las labores domésticas y del cuidado de los hijos, a quienes adoran. Son grandes artesanas: tienen sus diseños propios, el kene, y crean verdaderas maravillas en telas bordadas o pintadas, así como en cerámica. Es un trabajo en el que constantemente innovan: nunca repiten ni copian. En estas expresiones reflejan su cosmovisión y su conexión con la naturaleza. Actualmente hay mujeres que se han abierto al mercado nacional e internacional y son las promotoras de la economía familiar.
Otra de las cosas que ha dejado huella en mí es su forma de entender la vida: una vida libre. Viven para ellos, tienen sus tiempos de trabajo duro, pero también se toman tiempo para descansar, relajarse, divertirse, para “ser ellos mismos”.
A medida que la cultura occidental ha ido entrando en sus comunidades, han surgido nuevas necesidades, sobre todo económicas, que han transformado su vida. Por eso ahora, tanto hombres como mujeres, ven la necesidad de salir de la comunidad y establecerse en las periferias de las ciudades, trabajar y buscar dinero para enfrentar estas nuevas demandas: la educación de sus hijos en la ciudad (debido a la baja calidad de enseñanza en sus comunidades), la construcción de casas con materiales durables, nuevas formas de celebrar fiestas de promoción o cumpleaños, vestimenta, celulares, comida, cocinas a gas, entre otras.
En la actualidad, la migración hacia las periferias de las ciudades —donde viven en peores condiciones— se ha convertido en prioridad para muchas familias. Este contacto con el nuevo ambiente, sin preparación previa, sumado a la discriminación existente, provoca que asuman lo peor de la cultura occidental y pierdan muchos de sus valores. Una de las preocupaciones más grandes es la pérdida del idioma: muchos dejan de hablarlo por el rechazo que sienten, poniendo en riesgo su cultura y su identidad como pueblo.
El reto hoy, para nosotras, es acompañar a este pueblo en la preservación de sus valores culturales, procurando que no pierdan su identidad y puedan contribuir a la gran diversidad cultural que existe en la región. Nos damos cuenta de que es una tarea muy difícil y compleja, no solo porque vayan dejando costumbres y saberes ancestrales —lo cual es normal, porque las costumbres cambian y la cultura es dinámica—, sino también por los cambios en su pensamiento y mentalidad. En los jóvenes está entrando otra mentalidad sin retorno, un camino necesario para que lleguen a comprender la importancia de su arraigo como garantía de la continuidad de un pueblo. Un pueblo que es una historia, una gente que sabe que viene de un pasado común y que se dirige a un futuro también común. Y, como vemos, la historia no deja de sorprendernos.
Hermana Conchi López,
Misionera de la Compañía Misionera del Sagrado Corazón
































